Relato de una vida con distrofia muscular.
Ilusiones y esperanzas que nunca se pierden.
Tengo 42 años y estoy afectado por una distrofia muscular de las cinturas
(Subtipo: Déficit de Calpaína 3), enfermedad muscular degenerativa que tuvo su primer síntoma a la
edad de 12 años (1981) al no poder asentar bien los talones y no correr con la misma facilidad que
los demás niños. Aunque no me fue diagnosticada hasta muchísimos años después (1992), cuando la misma
ya estaba muy avanzada.
De mi infancia tengo bonitos recuerdos porque los niños guardan siempre el color de las cosas. Recuerdo aquella camisa de lunares
que subido en una silla, mi madre me puso una mañana en mi primer día de colegio a los tres años,
las meriendas con Tea en las cálidas tardes de sol, tras el regreso del colegio, escuchando historias
a mi abuela materna, emigrante gallega en la Cuba de los años 20.
Tantos y tantos bonitos recuerdos que no cabrían en cien folios. Siempre tuve una filosofía positiva
ante los peores momentos y nunca di demasiada importancia a aquellos castigos de las clases de gimnasia
cuando con doce años me mandaban correr con los pequeños delante de mis compañeros por no poder seguir
su ritmo. Nunca lo tomé demasiado mal y siempre encontré una buena filosofía para superarlo, pues al
final siempre terminaba acompañado de alguno otro que, o bien por gordito o por cómodo compartía el
castigo, cumpliéndose el dicho de que “las penas compartidas son menos”, convirtiéndose así en un modo
de hacer nuevos amigos.
Al finalizar la Enseñanza General Básica en 1984, comencé estudios de delineación de edificios y
obras en un centro de formación profesional del cual guardo quizás los recuerdos mas agradables de
mi vida por los buenos compañeros, profesores y el buen ambiente que reinaba en aquella escuela
profesional. Obteniendo la titulación cinco años después, en 1989 con una nota media de notable.
En los dos últimos años, recuerdo que ya me costaba un gran esfuerzo físico el hecho de tener que
cambiar de aula para cada materia, debiendo de subir y bajar repetidas veces las escaleras de las
diversas plantas del edificio. Pero era joven y había siempre ánimo para todo, nada me resultaba
pesado e incluso participaba en la clase de gimnasia con una gran comprensión por parte de la
entonces profesora. Al final siempre llegaba donde los demás compañeros, a mi ritmo y con una
gran aceptación, solidaridad y respeto por parte de todos, tanto de profesores como de compañeros.
En aquellos dos últimos años académicos, cuando tenía 18 y 19 años de edad, decidí realizar el trayecto
de casa a las clases caminando diariamente 4 Km, pues por aquella época no había como hoy autobuses
urbanos de piso bajo. Eran escalonados y debido a mi dificultad, el subir ya me suponía una gran
barrera que venía superando a base de un agudo ingenio no exento de riesgo, sujetándome con las
manos para ayudar a las flojas rodillas cuando se negaban a responder. En ocasiones, el autobús
repleto de viajeros trataba de continuar la marcha mientras los viajeros subíamos, lo que en mas
de una ocasión me dio tal susto que decidí poco a poco ir abandonando la idea e ir caminando.
Mi insistencia en correr para seguir el ritmo de los demás, me costó no pocas caídas y tropiezos
que superaba con ánimo delante de mis compañeros y amigos, convencido a menudo de que aunque lo que
me ocurría era algo anómalo e inexplicable, probablemente a consecuencia de la edad de crecimiento,
un día mejoraría.
Tal vez gracias a ese “ingenuo” modo de pensar juvenil o quizás al mismo instinto de supervivencia
que todos llevamos consigo, pude seguir adelante con este problema que los médicos entonces diagnosticaron
como un acortamiento del tendón de aquiles, para lo cual sugerían una intervención quirúrgica de
alargamiento, aunque sin garantizar éxito completo ni dar solución a la debilidad muscular,
únicamente asentar ambos talones. Dadas las escasas garantías, nunca acepté la sugerencia por temor
a no poder caminar posteriormente, pues el postoperatorio era largo y la rehabilitación compleja,
sin garantizar resultados. Años después, en 1992 una vez diagnosticada la enfermedad, especialistas
en neurología me aseguraron que ante una enfermedad como es esta, no hubiera servido de nada una
cirugía así y posiblemente mi rehabilitación no hubiese sido sencilla.
Cuando terminé mis estudios de delineación en el año 1989 tenía 20 años de edad, una época en la que
aún tenía una movilidad medianamente aceptable y aunque tenía problemas para subir las escaleras sin
ayudarme del pasamanos, aún conducía con total facilidad una moto con velocidades y freno que debían
ser accionados con ambos pies y de la que recuerdo que por aquel año o el siguiente di en ella mis
últimos paseos, cuando a consecuencia de no poder levantar bien mi pierna para impulsar con fuerza
la palanca de arranque ya encontré serias dificultades para ponerla en marcha.
De inmediato, en aquel colorido año 1989, nada mas culminar mis estudios y pasar las vacaciones
de ese verano; me puse a trabajar como delineante en una empresa de ingeniería eléctrica que me
realizó un contrato de seis meses de los denominados de prácticas que existen o existían para los
recién titulados. Comencé yendo a trabajar en metro desde la estación de Carabanchel hasta la de
Quevedo y viceversa, subiendo y bajando con lentitud escalón por escalón agarrado al pasamanos.
Pero la peor dificultad que me quitaba el sueño, era un alto escalón para entrar al interior del
edificio de oficinas, el cual no tenía pasamanos, por lo que en mas de una ocasión me costó un resbalón.
Así mismo también veía peligroso subir a los vagones repletos de viajeros en hora punta (7.00AM)
y salvar el hueco y escalón que había entre coche y andén.
Por aquel entonces, obtuve el permiso de conducir y compré mi primer coche “de segunda mano”, un Fiat
UNO que conduje durante unos 9 años y para el cual di la entrada con el ahorro de los primeros tres
meses de salario y unas letras mensuales que recuerdo eran de 25.000 pesetas/mes (unos 150 euros/mes).
El pequeño coche fue un gran alivio para mi movilidad, concediéndome unas amplias posibilidades para
desplazarme con comodidad y seguridad durante los nueve años posteriores, dado que ya no podía
prácticamente usar los transportes públicos, especialmente el autobús. Viajé mucho por España
con aquel pequeño coche que me era fácil y cómodo manejar, con él ví el mar mediterráneo por
primera vez desde una ladera de Casteldefells, dejándolo por última vez un verano del año 1999
con 500.000 km (medio millón) sin un solo incidente y aún vendiéndolo a un Guardia Civil
jubilado para usarlo en caminos rurales.
Aquel vehículo fue sin duda para mi, no solo una terapia de libertad, sino una fundamental herramienta
de movilidad, sin la cual me hubiese sido imposible desarrollar mi posterior empleo pues tras la
finalización de aquel primer contrato, acepté una tentadora oferta mas acorde con mi titulación,
trabajando para una conocida empresa de construcción en la oficina técnica de unas obras de
construcción de 32 Km de un tramo de autovía en la provincia de Zaragoza, lejos de mi lugar de residencia.
Ello era precisamente el tipo de trabajo que mas me gustaba, con el que siempre soñé cuando estudiaba,
un trabajo como delineante a pié de obra. Allí me fui con mis ilusiones y limitaciones, alquilé mi
primera casa en un pueblito de unos 800 habitantes llamado Cetina, de donde guardo con cariño gratos
recuerdos. Fue mi primera, corta y única experiencia de vida independiente que he tenido a lo largo
de mis hoy 38 años. Un lugar tranquilo y apacible con un vecindario y personas encantadoras y en
donde existe un caserón o palacete en el que cuentan que pasó la luna de miel el afamado y popular Quevedo.
Allí pude compartir buenas vivencias con las gentes del pueblo y su comarca.
En aquel nuevo empleo que comencé con muchísima ilusión, bien remunerado y con unas amplias ilusiones,
pues mi afán era conocer lugares y que mejor que hacerlo con un trabajo que ofrece tres o cuatro años
en un destino diferente, desarrollando aquello que mas me gustaba; mi profesión. En esa empresa me
comenzaron haciendo un primer contrato de seis meses también de prácticas que yo, ante mi ilusión
no dudaba que sería prorrogado o sustituido por otro fijo, pues mi empeño, ilusión, convencimiento
y vitalidad eran infinitos a mis 21 años.
Durante este período, tal vez por el excesivo ritmo de trabajo en una obra de este tipo y un excesivo
agotamiento (propio en estas enfermedades), mi enfermedad, detectada años antes por los médicos como
un acortamiento de tendones, manifestó un serio avance. Pero continué desarrollando mis funciones
laborales con pleno entusiasmo hasta el final de contrato dada mi ilusión hacia mi actividad que
“en mi interior era mucho mayor que mis dolencias”. Al final de los trabajos, la enfermedad avanzó
tanto que ya me era muy dificultoso inclusive levantarme de una silla, subir una escalera incluso
apoyándome, o levantarme del suelo sin ayuda.
Debido a mi juventud, con a penas 21 años de edad y a mi ilusión por continuar desarrollando aquello
que tanto me gustaba y en lo que me formé profesionalmente, no fui consciente de la gravedad que el
problema de mi falta de movilidad podría tener.
Aunque por entonces padecía una seria dificultad muy a la vista, desde el punto de vista de los
reconocimientos de empresa, se consideraba que no afectaba a mi actividad como delineante, la cual
normalmente se realiza en oficina y sentado y por tanto nadie puso atención a ella. Por mi parte,
continuaba obcecado ingenuamente en negarme a mi mismo las evidentes y cada día mayores dificultades,
convencido de que serían propias de ese acortamiento de tendones y de que los síntomas no irían a mas.
A la finalización del último contrato, en diciembre de 1990; la empresa no me renovó y desde entonces
me quedé en la calle desempleado sin ser capaz de encontrar otro trabajo, dado que al asistir a
entrevistas en mis condiciones físicas me rechazaban constantemente, incluso para trabajos para los
que yo me veía capacitado.
La enfermedad avanzó hasta el punto de obligarme a detenerme tras caminar ocho o diez pasos debido a una
elevada tensión muscular. En ese tiempo topé con innumerables dificultades en la atención médica
primaria pues no pasaban de remitirme al servicio de traumatología, sufriendo además las persistentes
negativas de una sociedad médica particular (a la que estaba abonado) para remitirme a un servicio
especializado a fin de realizarme las pruebas necesarias que diagnosticaran los motivos de mi discapacidad.
Finalmente, a través de una persona conocida, entonces jefa de planta del servicio de neurología de un
hospital público, logré ser admitido para estudio por el equipo médico de su departamento.
De este modo, los médicos especialistas en neurología de dicho hospital me realizaron pruebas e
investigaciones sobre las causas de estos síntomas, diagnosticándome finalmente una distrofia muscular
progresiva que entonces etiquetaron “de las cinturas”. Era el año 1992, dos años después de aquel
último empleo. Posteriormente, doce años después, en 2004, mediante modernas pruebas genéticas se
determinó que es un subtipo causado por “déficit de Calpaína 3”.
En aquel año 1992, dado que se me informó de que no existía tratamiento alguno, me sometí paralelamente
de modo particular a unas terapias severas de acupuntura que me mejoraron la fuerza y movilidad, pudiendo
notarlo al levantarme nuevamente de un asiento, lo cual con anterioridad me llegó a ser imposible.
Esto, acompañado de una dieta especial baja en grasas y sin carnes rojas me favoreció mucho,
contribuyendo a una “aparente” mejoría y ralentización de la misma.
En 1994, tras llevar cuatro años sin lograr empleo alguno; solicité a la Tesorería General de la Seguridad
Social el reconocimiento de una pensión de incapacidad permanente en base a mi imposibilidad para
desempeñar una actividad laboral con normalidad y a las secuelas y carácter degenerativo de la enfermedad.
A lo cual, una vez pasado el tribunal médico evaluador, en el que se reconoció la gravedad, secuelas y
limitaciones provocadas por la enfermedad: Dictaminó no concederme pensión de incapacidad laboral
debido a mi corto período de cotización que no excedía de un total de año y medio, cuando se me
requería como mínimo 5475 días cotizados (unos 15 años) y mis cotizaciones no superaban los 477 días.
Posteriormente ese mismo año 1994, solicité el reconocimiento de un convenio especial para poder abonar
por mi parte las cotizaciones necesarias hasta alcanzar el período de 5475 días, dado que con mi edad
y fecha de finalización de mis estudios académicos era imposible haber contado con tal cantidad de años
cotizados.
Dicho convenio especial también me fue denegado al no reunir el requisito de 1080 días naturales
(unos 3 años) cotizados dentro de los últimos siete años anteriores a la fecha de la baja y haber
transcurrido mas de 90 días naturales desde la fecha de la baja laboral hasta la solicitud de dicho
convenio. “Otro requisito imposible de cumplir dada mi edad y fecha de culminación de mis estudios”.
Si ciertamente por mi parte existió poca agudeza para solicitar estos derechos en su momento oportuno
“dentro de la empresa”, fue debido a mi total desorientación y desconocimiento de lo que implica esta
enfermedad que nadie me contó, así como a mi constante ilusión por trabajar, frente a solicitar pensión
o subsidio alguno. Máxime en un momento en el que ni tan siquiera había sido diagnosticado de dicha
enfermedad.
Me sentí incomprendido a pesar de haber actuado honestamente pues nadie parecía entender mis explicaciones
sobre las graves limitaciones e imposibilidad para continuar trabajando. Por ello, presenté reclamación
administrativa a la desestimación del Convenio Especial.
Tras un año sin recibir contestación, tuve que solicitar la mediación del Defensor del Pueblo para que me
remitieran una respuesta. Un año mas tarde recibí dicha respuesta desestimando tal reclamación.
En esta situación, el 8 de febrero de 1996 tras haber agotado todas las vías y recursos administrativos,
una vez recibida la ultima denegación previa a la vía judicial; decidí interponer el único recurso al
que tenía opción: “Demanda por vía judicial contra la Tesorería General de la Seguridad Social”
en base a las causas citadas anteriormente. Avalado todo ello por un informe medico realizado por un
prestigioso medico forense especialista en medicina legal, psiquiatra y decano jubilado de la
Universidad Complutense de Madrid. Dr José Antonio García Andrade.
El doctor Andrade redactó, conforme a mi petición un completo informe sobre la enfermedad, sus secuelas
y el carácter degenerativo de la misma para ser expuesto ante la sala de lo Social el día del juicio,
a fin de explicar mi cuadro clínico y las secuelas que ésta enfermedad causa a los afectados, así
como un detallado historial médico que da fe del proceso evolutivo de mi enfermedad.
La demanda judicial que interpuse tuvo muchos problemas para prosperar pues yo carezco de grandes
recursos económicos para la presentación del caso ante letrados privados y en el turno de oficio ningún
letrado quiso hacerse cargo de mi representación “según ellos no existía legislación alguna en la que
ampararse, considerando mis pretensiones insostenibles e injustificadas”.
Por ello, convencido de explicar mi problema ante un tribunal, decidí redactar yo mismo la demanda,
por lo que dada mi inexperiencia.., el Magistrado Juez me ordenó continuadas veces su subsanación por
falta de tecnicismo. Por mi parte, solicité abogado de turno de oficio ante el Magistrado para la
subsanación y mi defensa, pero una vez nombrado, éste se excusó por escrito ante el Magistrado de
subsanar la demanda y asistir mi defensa en base a considerar mis pretensiones “insostenibles e
injustificadas”. Por ello me ví en la lamentable necesidad de subsanar yo mismo la misma
“como buenamente pude” varias veces, hasta que después de tres intentos finalmente fue admitida
por el Sr Magistrado.
Llegado el día del juicio, celebrado en el año 1996, me ví obligado a presentarme en la sala sin
abogado alguno, con la única representación del médico forense, viéndome obligado a exponer yo mismo
mi demanda, la cual carecía de tecnicismo jurídico alguno. No hacia mención a artículos ni a otros
aspectos similares pues yo carezco de conocimientos jurídicos, sino que únicamente planteaba con suma
claridad mi situación y enfermedad de la forma mas correcta posible. Por otro lado, la Seguridad
Social envió a uno de sus letrados para asistir su defensa.
Como detalle recuerdo el comentario del Magistrado Juez cuando terminé de leer la demanda no sin antes
insistir dos veces en que fuese breve, expresándome su malestar porque mi petición estaba totalmente
fuera de lugar y la descripción de la enfermedad estaba haciendo sentir a la sala realmente incómodos,
por lo que especialmente nunca olvidaré la frase “Y es que usted nos está incomodado el desayuno”.
Meses mas tarde, en el año 1996 se dictó sentencia desestimando mi demanda por lo que decidí interponer
Recurso de Suplicación ante el Tribunal Superior de Justicia, solicitando al juzgado para ello un
letrado de oficio. Dicho letrado al que no tuve nunca la ocasión de conocer personalmente pues nunca
me citó en su bufete, efectuó la demanda por su cuenta “sin hacer mención alguna a los argumentos que
son objeto y parte fundamental de mi queja”, amparándose únicamente en solicitar la nulidad del juicio
por haberme presentado sin letrado de oficio, pero sin hacer mención en ningún momento a mi enfermedad
o problemática que la misma me ocasiona, que es el único motivo por el que solicité el
Convenio Especial para la concesión de la pensión por incapacidad.
Durante 9 años estuve a la espera de la sentencia imaginando que aún no se había emitido, dado que en
este tiempo no recibí notificación alguna al respecto ni por parte del juzgado ni por parte del letrado
de oficio. El mes de mayo del año 2005 decidí escribir una carta a los Juzgados de lo Social de Madrid
solicitando información sobre el caso, dado que en varias ocasiones que así lo hice al gabinete técnico
del abogado de oficio, nunca tuve respuesta, nunca se ponía al teléfono ni contestaba mis cartas.
Un mes mas tarde, en junio del presente año 2005 recibí copia de la sentencia emitida por el Tribunal
Superior, fechada en el año 1997 y ya archivada. En dicha sentencia, se desestimaba la demanda y
argumentos expuestos por este letrado. De todo lo cual nunca tuve conocimiento hasta el 2005 ni recibí
copia original. Por tal desinformación tampoco tuve oportunidad de presentar recurso de casación en el
plazo y fecha indicados en la sentencia (10 días después), lo cual era mi única vía para continuar con
la causa y plantearla ante otras instancias judiciales superiores como tal vez el Constitucional.
Después de esto, solo me quedó la opción a una prestación social “no contributiva” que actualmente no
supera los 500 euros al mes y que durante muchos años ni siquiera se concedió a nombre de mi persona,
sino a nombre de mi unidad familiar de convivencia por “minusválido a cargo” como si se tratase de un
niño o de una persona incapacitada jurídicamente. Algo denigrante que en la actualidad continúa ocurriendo
a personas con estas enfermedades sea cual sea su edad, desde jóvenes con 18 años a adultos con mas de
40 cuando residen con familiares de primer y segundo grado en edad laboral.
Lo mas difícil de sobrellevar no es en si la evolución de la enfermedad y las consecuentes limitaciones
físicas que la misma me ocasiona en el cuerpo, porque éstas son lentas. Me voy preparando frente a ellas
y las voy asumiendo. Lo mas difícil de sobrellevar es el hecho de darme cuenta de que por mi enfermedad
y sus limitaciones voy perdiendo posibilidades sociales como la independencia, la capacidad de alcanzar
un status económico similar al de cualquier persona sencilla trabajadora. En definitiva, ver como voy
caminando contra natura, hacia un estado de total dependencia y exclusión social. Y de esto a menudo
no puedo culpar a mi enfermedad, sino a la insolidaridad social y a la carencia o poca eficacia de
programas adecuados para que una vida como la mía pueda desarrollarse en igualdad de condiciones y
posibilidades a la de otros ciudadanos, tal y como garantiza la Constitución Española. La soledad,
la sensación de culpabilidad, la incomprensión social y otros fantasmas son fieles compañeros en
estas enfermedades.
Asumir la silla de ruedas.
Este nuevo aparato, al que debe de mirarse como algo material, similar a unos zapatos y a lo que no hay
que dar mas importancia que la que tiene, sino mas bien sentirlo como el mejor invento del mundo,
fue para mi algo fantástico, porque después de llevar años en los que ya ni siquiera podía disfrutar
de un paseo al aire libre por un parque o estar en un lugar de ocio; comencé de nuevo a disfrutar de
la vida. Volví a montar en Metro tras ocho años sin hacerlo, pude subir a un autobús tras 10 años sin
hacerlo, gracias a que ya existían autobuses de piso bajo accesibles y varias líneas de Metro y
estaciones adaptadas, “Algo impensable años antes”.
Me pareció un milagro porque nunca hasta entonces pude imaginar que podría de nuevo viajar en transportes
públicos, pasear una tarde de primavera por el retiro, por la Plaza Mayor, entre un tumulto de gente
sin miedo a que me empujasen y caer… Para mí, esto fue una bendición y me dio un impulso de ánimo y
vitalidad. Tal es así, que recuerdo que al poco de comprar la silla comencé a replantearme con ilusión
la posibilidad de trabajar, porque me sentía como cualquier persona que corre.
Mi ilusión era total, así que me fui a ver a mis antiguos jefes de la empresa constructora en la que
trabajé por última vez doce años antes, cargado de ilusiones y con la buena nueva de contarles que podrían
contar conmigo de nuevo, que podía llegar hasta su lugar de trabajo pues aquel día lo hice en un taxi
adaptado, aunque fuera al precio de 24 euros.
Nada mas llegar a la central de la empresa, solicité ser recibido por ellos y esperé en una sala de
visitas. Al poco rato apareció en la sala mi antiguo jefe, sin esperar encontrarme en una silla de ruedas.
Su primera expresión fue “¡Que mal te veo!”, cosa que como es propio en mi, no me lo tomé mal,
entendiendo su sorpresa. Conversamos durante unos quince minutos en los que le conté mi historia
durante todos los años anteriores exponiéndole que con esta silla, de nuevo podía salir y desplazarme,
no tenia problemas de caídas, no tenia problemas para poder incorporarme o sentarme, de agotarme y pedir
ayuda cada vez que me incorporaba de un asiento.
Su única pregunta fue; pero ¿tienes coche para venir hasta aquí? Yo le dije que no, pero que no habría
problemas porque hay taxis adaptados, en el futuro habría mas autobuses accesibles y además habrá ayudas
por parte de la administración para un caso así, etc.
Mis ilusiones al verme de nuevo con una mínima posibilidad de movilidad, aunque fuera en la silla de
ruedas, eran tantas que no podía sino expresarlo como lo sentía. Y aunque todo quedó en buenas palabras
y promesas, con el tiempo y los mas de seis años que han pasado nunca recibí una llamada a tal efecto.
Aunque reconozco que el asunto no era sencillo, me hubiese costado mas de 2 horas poder llegar en
transporte público atravesando la ciudad en tres autobuses y la enfermedad no lo hubiese aconsejado.
Por otro lado, las ayudas para transporte en taxi adaptado en estos casos son muy escasas, no cubren
la totalidad de los gastos en grandes trayectos y no hay opciones de transporte especial en mini-buses
o similar para situaciones así.
La historia se ha repetido en otras entrevistas de trabajo posteriores, pero mi esperanza sigue
permaneciendo porque “me siento capaz” aunque sea difícil de entender por parte de la sociedad.
Estoy agradecido a la vida, por tener unas posibilidades que “aunque parezcan mínimas a quien
no posee una discapacidad” para mi son “algo muy grande con lo que es posible hacer muchas cosas”.
Solo falta un buen programa social.
Un buen día del año 2002, tras llevar dos años en los que mi movilidad era tan reducida que incluso me
costaba un triunfo poder incorporarme de una silla y dar a penas 4 inestables pasos sin detenerme:
Mi cuerpo, a base de caídas y golpes dijo que ya no podía sostenerme mas. Así que, mi neurólogo accedió
a mi petición de tramitarme la adquisición de una silla de ruedas electrónica que me permitiese
movilizarme por la calle.
Vivienda, independencia y movilidad.
Mi ilusión dada mi edad actual, con 38 años es poder algún día tener un pequeño apartamento con
espacios adaptados para mi movilidad y en el que encontrar una posibilidad de independencia e
intimidad para desarrollarme personalmente como cualquier ser humano adulto. Una ilusión de la
que no desisto en cada convocatoria de vivienda social a la que cada año me presento desde hace
ya bastantes, a pesar de que aún reuniendo todos los requisitos para formar parte de la misma,
me encuentre finalmente siempre con la dificultad de tener que superar un sorteo que nunca me toca.
“Mi suerte con las loterías nunca ha sido demasiado buena”, aún así no pierdo las esperanzas.
Conducir un automóvil con distrofia muscular.
Han pasado ocho años sin haber vuelto a conducir un vehículo. Si deseara hacerlo, dada mi discapacidad
necesitaría una adaptación especial tipo joystick cuyo precio oscila la desorbitada cifra en torno a
los 50.000 euros (casi diez millones de las antiguas pesetas) y para el que a fecha actual no se
conocen subvenciones. Así mismo, me encuentro con el problema de no poder renovar en Tráfico mi
permiso de conducir sin antes adquirir dicha adaptación, pues me exigen una prueba en pista con
un vehículo equipado con aquello que necesito y dado que no existen autoescuelas en España dotadas
con este sistema, ni métodos oficiales de evaluación que lo tengan, la única opción es comprar todo
ello para someterme a la prueba evaluadora. Es una situación un tanto atípica; “Si no compro el vehículo
con la adaptación, no puedo hacer la prueba para renovar mi carnet”. Es algo muy lamentable que no le
ocurre a ningún ciudadano en circunstancias normales, por eso me pregunto ¿Porqué entonces a las
personas en nuestra situación?
Transporte público adaptado.
Por suerte, al menos poco a poco ya va siendo posible viajar en algunos transportes públicos adaptados,
como los trenes de alta velocidad o los autobuses urbanos. Aunque aún queda mucho camino por recorrer
para que todo el transporte, “especialmente el interurbano” esté plenamente adaptado. Pienso especialmente
en que una persona con movilidad reducida que resida en cualquier pequeña población pueda
también encontrar accesibilidad a esos transportes para salir de su entorno. En esos lugares,
aún hay mucho abandono pues las estaciones de tren no están adaptadas, los autobuses que
llegan diariamente tampoco tienen rampa ni elevador y además existe una escasa conciencia
al respecto. No es posible ni llegar ni salir de dichos lugares con una silla de ruedas.
Actualizar conocimientos y sentirme útil a la sociedad.
También me he presentado a diversas oposiciones, algunas de mi especialidad, habiendo obtenido en la última; una puntuación
de 73 puntos de un máximo de 100, aunque sin obtener plaza. Todo ello, al menos me ha dado la oportunidad
de valorarme y mantener elevada la autoestima personal.
Con el paso del tiempo, he procurado encontrar sentido a mi vida a pesar de los obstáculos, con la ilusión de que los
derechos e igualdad para las personas en mi situación algún día puedan ser realidad "de verdad" y que se comprenda por quienes
nos gobiernan la difícil exclusión social y falta de oportunidades que padecemos. Mientras ello se hace posible,
trataré de seguir afrontando la vida con una visión positiva, poniendo buena cara a los a veces grises muros.
Durante estos largos años en los que se agudizó mi enfermedad, he dedicado parte del tiempo a introducirme
poco a poco en el conocimiento básico del manejo del PC, realizando cursos diversos y de modo autodidacta también.
Así mismo, también he tratado de mantenerme al día en los conocimientos propios de mi profesión para no perder facultades,
desarrollando en ocasiones pequeñas actividades de voluntariado en el área del diseño y la construcción para algunos
proyectos llevados a cabo por Caritas o Cruz Roja Española.
Enrique G Blanco.
Octubre de 2008, (actualizado en 2012).
Proyecto social pedagógico Abedul.